sábado, 15 de mayo de 2021

Chapandaz

 Los inviernos de Pekín suelen ser, además de muy fríos y secos, desoladores. Llevaba viviendo en el campus de la universidad desde el otoño, había llegado a la capital china cuando los ginkgos empezaban a desprender sus hojas amarillas, y las calles comienzan a cubrirse de una colorida alfombra que contrasta con el gris de sus edificios y avenidas.


Estudiaba una maestría en filología china, y en los talleres de cultura había conocido a Nilofar. Y aunque mi vida social era bastante activa, Nilofar resultaba ser siempre mi mejor plan. Nunca dejaba de asombrarme como en aquel cuerpo menudito cupiera tanta energía y curiosidad. Era ávida para los idiomas, y además de farsí y mandarín, hablaba fluido ruso, árabe, francés e inglés. 


Nuestro punto de encuentro era uno de los jardines del campus, un pequeño estanque que durante el verano se llena de flores de loto y nenúfares. Desde allí partíamos sin rumbo a recorrer las calles de Pekín, íbamos a los restaurantes de comida típica y a las casas de té. Nuestras charlas eran infinitas y nunca nos cansábamos de visitar los mercadillos callejeros, o las tiendas de pasamanería donde Nilofar compraba canutillos y bobinas de hilo perlé para sus “chakan”, bordados típicos que las mujeres aprenden de generación en generación. 

Su familia era originaria de Tashkurgan, un pueblo fronterizo en la prefectura de Kashgar en la región autónoma de Sinkiang, y pertenecían a la etnia Tajik. Como la mayoría de los tayikos, sus padres eran pastores seminómadas y sus vidas transcurrían entre las yurtas al pie del macizo Pamir y el poblado de casas de cemento y madera de techos planos donde se protegían durante los duros inviernos. 


Criada entre bazares, era muy buena regateando precios y, sobre todo, encantadora. Siempre cargaba un morral bordado que era literalmente una caja de pandora, lo mismo sacaba de allí un analgésico para el dolor de cabeza que un puñado de frutos secos para recargar energía. 


Antes de que llegara el invierno, con un grupo de amigos decidimos acampar en Jinshanling, un tramo de la muralla china ubicado en la zona montañosa de la provincia de Hebei, recuerdo que Nilofar tuvo que tramitar un permiso especial para poder acompañarnos. A esa altura ya estábamos acostumbrados a este tipo de peripecias, pues más de una vez había tenido que dar explicaciones de porqué pasaba tanto tiempo rodeada de extranjeros, y a las autoridades no les terminaba de convencer la idea de que solo tuviera interés en otras culturas o el intercambio de idiomas. 


Para el grupo de amigos, Nilofar se transformó en una especie de pitonisa que podía reconocer la dirección del viento u orientarse simplemente por la ubicación del sol. Nos sentimos muy afortunados de tenerla entre nosotros cuando después de escalar varias horas, nos quedamos sin señal en los móviles a mitad de camino. Nilofar sacó un mapa de papel de su morral y nos animó a seguir subiendo antes de que cayera la noche. 


Nos habían sugerido no hacer fogatas nocturnas para evitar que los guardias nos detuvieran, ya que está prohibido acampar en la muralla, así que después de contemplar maravillados el atardecer nos dispusimos a compartir nuestra cena. Poco a poco se fueron encendiendo las estrellas en el cielo, y entonces Nilofar sacó su flauta del morral y nos transportó a su Tashkurgan natal, rodeado de laderas nevadas. 


Aquella noche, mientras todos dormían, Nilofar me confesó entre pena y resignación que sus padres habían decidido que contrajera matrimonio. Sacó su móvil del morral, me enseñó la foto de un muchacho muy serio con el ceño fruncido, y susurró “Chapandaz”.  

 

Al alba brilló el lucero y un aroma dulzón entre leche, azúcar y leña quemada nos embriagó, terminamos de despertarnos con el sonido envolvente de la flauta mientras contemplabamos el amanecer envueltos en mantas y sueño, sorbiendo té con leche y compartiendo nan, típico pan tayico. 


Volvimos a Pekín con el peso de aquel secreto. Y aunque nuestras aventuras continuaban, y nuestra amistad se hacía más fuerte, Nilofar evitaba hablar de cualquier tema relacionado a su casamiento.Todos comenzaron a planear las vacaciones de invierno, y una noche así sin más, Nilofar me invitó a conocer a su familia. Me dijo que les había hablado mucho de mi, y que en Tashkurgan me esperaban ilusionados. 


De repente teníamos una nueva aventura por delante y volvieron las risas, los planes, las compras en los mercadillos, las charlas interminables. Nilofar se cosió y bordó un traje típico nuevo y bailó la danza del águila para la fiesta anual de la universidad. La autoridades le entregaron un diploma de excelencia y una invitación para trabajar como profesora. 


Habían llegado finalmente las vacaciones de invierno, y allí estábamos las dos, arrastrando una maleta enorme por el andén, esperando que llegara el tren que nos llevaría de Pekín a Kashgar, teníamos por delante cuarenta y siete prometedoras horas. 


No era la primera vez que hacíamos un viaje juntas en tren, pero era la primera vez que era yo la que necesitaba un permiso especial para visitar una región autónoma. Habíamos conseguido dos literas en el camarote contiguo al vagón de los asientos duros, y tendríamos que atravesar tres vagones para llegar al restaurante del tren en caso de necesitar agua caliente.


Los trenes son bastantes puntuales, pero cuando tras arribar, el tren abrió sus puertas, fue un verdadero caos. Gente que empujaba y corría en todas direcciones. Mientras intentaba abrirme paso se me cae el pasaporte con el boleto, y mientras trataba de recogerlo perdí de vista a Nilofar. Traté de escapar de la multitud intentando meterme al tren por la primera puerta que encontré, pero mi mochila quedó atascada. De pronto sentí que alguien me tomó con fuerza por los brazos y me ayudó a entrar por una ventana. La persona que había logrado jalarme desde el interior del tren me pidió que me quedara sentada hasta que todo se calmara y que luego con tranquilidad buscara mi lugar. La sensación entre desesperación y alivio me duró un buen rato.  


Casi media hora después el tren comenzó a moverse, pero aún faltaba mucho tiempo para que la gente se tranquilizara. El murmullo era ensordecedor, todo el mundo charlaba animado y no había ni un solo espacio en el que no hubiera una persona sentada, parada o arrodillada, incluso en los pasillos. Tras cruzar un largo túnel, que dejó el tren a oscuras por unos minutos, Pekín comenzó a desaparecer tras las montañas. Poco a poco empezaba a oscurecer y sentí que era el momento de buscar mi camarote y por fin reencontrarme con mi amiga. 


Un guarda comenzó a controlar los boletos, y una azafata pidió que despejaran el pasillo para poder pasar con un carro vendiendo golosinas. Tras el control, el guarda me indicó hacia donde ir y tras atravesar once vagones, encontré a Nilofar comiendo sandía en nuestro camarote. Cuando me dijo que trató de comunicarse conmigo varias veces, entendí que había perdido mi teléfono. 


El ruido proveniente del vagón de asientos duros era tan fuerte que apenas nos escuchábamos entre nosotras, Nilofar sacó su flauta del morral y entre melodías me quedé profundamente dormida en mi litera. 


Once horas después, atravesamos Xian, la antigua capital china y nos adentramos a Dunhuang, un oasis que es conocido como la puerta de entrada al desierto de Taklamakan. Pekín había quedado escondida tras un montón de montañas verdes, y los cerros polvorientos se transformaron en un inmenso mar de arena. Estábamos camino al siguiente oasis atravesando cientos de dunas doradas. 


Nilofar decidió ir a por agua caliente, mientras yo todavía dudaba si ir al baño o no, inconscientemente temía de que se fuera a producir otro caos y me volviera a perder. Cuando finalmente tomé coraje para salir, Nilofar entró al camarote temblando con un termo de agua caliente chorreando. Le pregunté si se había quemado y me respondió que no, que no había pasado nada. Era la primera vez que la veía intimidada y quise salir y ver que podría haberla puesto de esa forma. Hice el trayecto al restaurante tres veces, ida y vuelta. Todo parecía muy tranquilo, y el restaurante estaba prácticamente vacío. 


Cuando volví a entrar al camarote el desayuno estaba preparado, pude reconocer el aroma del té dulce mezclado con leche fermentada. Saqué de mi mochila unas galletas y queso para compartir, y charlamos por un rato de trivialidades. Después de atravesar el oasis de Turfan, estábamos camino a Urumqi. Era evidente que a medida que dejábamos atrás las dunas, y los montes del Pamir aparecian, la angustia de Nilofar crecía.  


El paisaje comenzaba a cambiar pero el sol seguía brillando con la misma intensidad, cámara en mano me acerqué a la ventana del camarote para tomar unas fotografías, cuando de repente la puerta se abrió bruscamente. Era otro guarda, esta vez además de controlar los boletos, nos pidió nuestros respectivos documentos y permisos, y a Nilofar le ordenó abrir su inmensa maleta. 


Después de inspeccionar minuciosamente todo, le preguntó si era bailarina y porqué llevaba tantos trajes. Ella solo respondió cabizbaja que era su ajuar de casamiento y comenzó a ordenar nuevamente todo en su maleta. Cuando el guarda se fue, me tapé los ojos y le dije que no había mirado su traje de novia, pero que estaba segura de que sería la novia más guapa del Pamir. Me descubrí los ojos y vi a Nilofar llorar por primera vez. Y lloró por largo rato, y con mucha pena. La abracé muy fuerte y lloramos en silencio hasta quedarnos dormidas. 


Me desperté con los primeros rayos de sol, y bastante aturdida, la altura comenzaba a hacerse notar. Estábamos camino a Kashgar y ese era nuestro primer destino antes de llegar a Tashkurgan. Cogí el termo y fui al restaurante a por agua caliente. De regreso noté que había ya muy pocos pasajeros en los vagones de asientos duros, pero uno de ellos me llamó mucho la atención. ¿Será Chapandaz? Horas más tarde entenderé que era un Chapandaz, más no Chapandaz. 


Cuando entré al camarote, Nilofar estaba haciendo sus oraciones, y cuando terminó preparamos nuestro desayuno. Le pregunté si quería hablar sobre Chapandaz y me dijo que no. Que apenas sabía de él, que sus primas le habían contado que era guapo, y que el matrimonio se adelantó porque él había traído una novia que su familia no aceptó. Los padres de ambos llegaron a un acuerdo, y la familia de Nilofar estaba organizando la boda.


Me dijo que al llegar a Kashgar, pasaríamos la noche allí, así al día siguiente podríamos visitar el mercado dominical que funciona hace más de mil años. Que seguramente nos encontraríamos con sus parientes, que bajan al mercado a vender yak, cabras, ovejas, caballos y camellos. El asombro me mantenía optimista, en algún lugar de mi corazón pensaba que nada podría ir mal si alguien había elegido a Nilofar como esposa. 


Y después de casi cincuenta horas, el tren se detuvo. Arrastramos la gran maleta hasta un hostal y allí pasamos la noche. 


A primera hora de la mañana nos despertó una empleada para avisarnos que el padre de Nilofar nos estaba esperando en la recepción. Un rato más tarde Nilofar se fundía en un fuerte abrazo con su padre. Y muy emocionados, me estiraban sus brazos para abrazarme a mi también por otro largo rato.       


Después de recorrer el mercado dominical entre empujones y discusiones acaloradas, nos apretujamos siete personas en un jeep y comenzamos el ascenso a Tashkurgan. Todo estaba listo para comenzar con los rituales de la boda. 


Tashkurgan significa “torre de piedra”, y es imposible pensar que a más de siete mil metros de altura sobre el nivel del mar, pueda existir un lugar más alto. Pero después de ascender un poco más, entre las nubes, apareció la casa de Nilofar, allí nos abrazaron una decena de tías, primas, hermanas, madres y abuelas. Y dos horas más tarde estábamos todas vestidas de rojo, pintadas como una puerta y espolvoreadas con harina de trigo para desear buenos augurios.  


Salimos en caravana y ascendimos un poco más, hasta llegar a una especie de planicie rodeada por laderas nevadas. De un lado de la cuerda, estábamos las mujeres, y del otro, no había uno, sino más de cien Chapandaz. Todos vestidos con sus ropas típicas y montados a caballo. Era el 48 de la fila, ella lo sabía.


En un extremo de la planicie, había un círculo pintado, y en el centro, la carcasa de una cabra decapitada. De repente se escuchó un estruendo y el padre de Nilofar gritó “Buzkashi”. 


Los jinetes se lanzaron a recoger la carcasa y en lo que parecía una batalla campal trataban de hacerse con los restos de la cabra. Las mujeres vitoreaban, mientras yo permanecía de ese lado de la cuerda congelada de estupor y de frío. De repente el Chapandaz 48 arroja la carcasa al “círculo de la justicia” y mientras todos celebran, éste se acerca al padre de Nilofar para recoger su premio. El padre besa a Nilofar y se la entrega al Chapandaz 48, éste la monta a la grupa y se aleja al galope. En ese mismo instante, a este lado de la cuerda tengo muchas ganas de llorar. 


Descendemos a la casa y continúan los rituales, no sé dónde está mi amiga y no entiendo absolutamente nada cuando hablan. Todo el mundo es muy amable y no dejan de convidarme a todo tipo de comida. Me acurruco en un rincón cerca del fuego principal de la casa y trato de procesar todo lo que acaba de pasar. El “Buzkashi” es un deporte tradicional de la minoría Tajik, y literalmente significa “jalar la cabra”. A los jinetes que compiten se los llama “Chapandaz”. 


A la mañana siguiente, Nilofar y su flamante esposo vienen a recogerme para que pase unos días con su nueva familia. Las mujeres de la casa están muy ocupadas con la faena cotidiana, pero también hay tiempo para risas, té con leche de yak y bordados. Nilofar me pide que no me preocupe por ella, y me dice que por suerte “Chapandaz” podrá acompañarme el primer tramo de mi regreso a Pekín cuando él regrese a su trabajo de ensamblado de electrodomésticos en Urumqi.  


Ya en Pekín, la vida continúa. Poco a poco los ginkgos y los jardines vuelven a recuperar su verdor, el frío aún no se ha marchado, pero Nilofar ha regresado a la torre de piedra para quedarse. De vez en cuando paso por el estanque, la última vez, sus peces me recordaron que seguramente Nilofar estará muy ocupada con los preparativos de Nowruz, el Año Nuevo Persa.    


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